mesiasmesias

(Chimborazo, Tungurahua)
El sonido de una motocicleta baja desde el páramo y, de pronto, crea un ambiente surrealista. Rompe con el escenario clásico donde el silencio, el frío y la soledad desafían a quienes cosechan en las laderas de los cerros.
Javier Calderón, de 30 años, saluda a sus vecinos. Con chompa y gorro deportivos y el rostro enrojecido, pertenece a la nueva generación rural que ya no quiere sufrir el rigor del trabajo en el campo.
Hace tres años se fue al Oriente y consiguió un empleo en una empresa petrolera. Con el dinero que ganó los seis primeros meses compró en Riobamba su moto.
La usa cuando vuelve a su tierra. Descansa dos semanas aquí y vuelve a la petrolera para laborar dos meses, de largo.
Se fue, como muchos otros jóvenes, porque en el campo “cada vez es más jodido”.
Pero nunca pierde el contacto con su familia y sus compañeros de las Juntas del Campesinado.
Está atento a lo que ocurra y cuando es necesario ayuda, desde la Amazonía, a investigar sobre los individuos o los grupos considerados peligrosos.
Las Juntas de Defensa del Campesinado no solo tienen abogados y asesores legales en las 18 provincias donde funcionan, sino también una red que la llaman “de inteligencia”.
Esa red, que la han venido tejiendo desde hace décadas, les permite conocer quiénes son los presuntos delincuentes capturados en las rondas nocturnas.
Rápidamente se contactan por teléfonos convencionales, celulares o radiotransmisores, dan los datos y las señas particulares del sospechoso. Alguien revisa los archivos y si se detecta que tiene antecedentes no se le deja libre, sino que se le entrega a las autoridades judiciales y policiales.
El presidente nacional de las Juntas, Raúl Vayas, de 52 años, delgado y atlético, es un tunguragüense nacido en el cantón Quero y de rostro angular. Hace un alto a la cosecha, acaricia a su pequeña hija Susana Valentina, de doce meses, y pide ayuda a su joven esposa, Maribel Medina, de 24 años y cabello teñido de rubio.
La pareja convoca a los vecinos que ayudan en la minga para que se acerquen al auto Hyundai 4 x 4 que está parqueado a un lado de la chacra.
Abren la puerta trasera y reparten vasos de plástico donde brindan agua de guayusa -una planta energética- y avena caliente que sale de un termo. Las bebidas se complementan con un pan para cada persona.
Cuando hay más tiempo para preparar, antes de salir de casa a la madrugada, traen chapo (leche mezclada con máchica) y agua con panela.
Vayas bromea que olvidó traer “la punta” (aguardiente). Insiste a todos los mingueros que bajen para servirse las bebidas. Entiende que la seguridad depende de la fortaleza del grupo y por eso alerta, a quienes ahora piden que el Estado les permita armarse contra la delincuencia, que no traten de solucionar las cosas con la muerte sino que se unan más.
Recuerda que en 2006, en Guaranda, hubo seis dirigentes muertos. Esa fue una lección que las Juntas nunca olvidarán. Fue una señal de que había que consolidar la red.
Siete años después, los líderes de las 18 provincias están mucho más unidos. Su capacidad de convocatoria es rápida. Pese a las distancias, en apenas dos o tres días conocen la agenda de la próxima reunión y confirman su asistencia. Este domingo 21, en Quero, los dirigentes nacionales pulirán un proyecto para presentar a la Asamblea Nacional.
Escépticos de la efectividad de quienes tienen el deber de impartir justicia y cerrados a la posibilidad de convertirse en partido político, su única certeza es la fuerza y la solidez de la organización.
En la parroquia rural Santa Rosa, Francisco Agualongo (34) y María Ángela Guapizaca (33), con dos hijos pequeños, administran el supermercado comunitario “Espiga dorada”. Afuera, en la esquina de las calles Eloy Alfaro y González Suárez, se lee el rótulo: “Alimentación sana al precio justo”.
Francisco es representante de más de 1.200 familias indígenas que viven en las comunidades altas. Con gorra deportiva y poncho tradicional, comenta que el principal problema en el sector son los prestamistas.
En el parque principal empiezan a apagarse las luces. Agualongo se queja de que “los citadinos nos creen incapaces” y teme que el Estado les quite la autonomía para impartir justicia indígena. “Si no nos defendemos, ¿quién verá por nosotros?”, se pregunta.
En Púlug, Mesías Sampedro, de 76 años, tiene ocho hectáreas donde siembra y cosecha papas, cebada, maíz… En su terreno pastan tres toros y tres vacas. De las vacas obtiene unos 12 litros diarios de leche.
Mesías, pequeño, con el rostro curtido por el sol y por los años, recuerda que sus cinco hijos ya no están con él hace tiempo. Él y su esposa, Rosa Gavilánez, de 70 años, una mujer silenciosa, se quedaron solos.
Su respaldo son las Juntas del Campesinado, en especial “don Raúl”, dice sonriente.
Cuando Mesías y Rosa sufren intentos de robo por quienes conocen que la pareja ya no tiene vigor para defenderse, llaman a los vecinos e inmediatamente estos actúan.
“Don Raúl” llega después, si está cerca del lugar, pero no es necesario, porque todos los campesinos saben lo que tienen que hacer: si no hay palos y garrotes, “hay puñetes y patadas”. Los atacantes no vuelven.
Es una manera de hacer justicia sin crear más violencia, explica Vayas.
Interrumpe el diálogo para responder el celular. Lo llama un compañero en busca de asesoría. Presentó una denuncia contra quien pretendió estafarle y ahora ha recibido una citación judicial. Vayas, que conoce las leyes, lo calma. Le pide que esté tranquilo porque recién al tercer llamado la Policía lo conducirá a la fuerza.
La llamada le sirve para ejemplificar el trabajo de las Juntas. “Nosotros hacemos labor de inteligencia en este y muchos casos. Y aunque algunos críticos nos satanizan, capacitamos y cambiamos la mentalidad a la gente para que sepa defenderse, todo bajo la Constitución”.
Vayas casi no descansa. Luego de su jornada de cosecha, que le sirve para mantener a la familia, viaja por toda la provincia, contacta con dirigentes parroquiales, asesora procesos, invita a reuniones y deja instrucciones para actuar en casos específicos.
En mitad de la noche y acompañado por algún líder local, en su camioneta doble cabina circula velozmente por carreteras, caminos, chaquiñanes. Da vueltas y vueltas para ubicar a los ronderos, a los abogados, a los dirigentes, a las personas que lo han llamado para que les ayude.
Muchas veces no duerme. Si esas tareas lo mantienen ocupado hasta la medianoche, cuando llega a casa, lo más probable es que a las tres de la mañana deba salir de nuevo para solucionar algún conflicto.
La red de inteligencia es parte de la fuerza coercitiva que ejercen las Juntas. Cuenta con antecedentes judiciales de reincidentes o sospechosos de robo, estafa o muerte en el campo. De esa manera evitan equivocarse con personas inocentes.
Conocen quiénes son los principales estafadores, chulqueros y prestamistas que se acercan a los campesinos a ofrecerles dinero y que luego los extorsionan, amenazan o embargan los bienes si no pueden pagar.
Esa información la divulgan entre los líderes provinciales y estos, a su vez, la difunden a sus miembros en cantones, parroquias, recintos y comunas.
Los abogados atienden unos 600 o 700 casos al año, con un promedio de cuatro denuncias diarias. El treinta por ciento lo resuelven de inmediato.
Cuando existen demandas por estafas o deudas, las Juntas tienen un método: redactan un documento, invitan a la persona demandada a presentarse en las oficinas y tratan de llegar a un acuerdo por el diálogo. Si eso no ocurre, van a las cortes.
“No se trata de dar bala, sino de concienciar”, insiste Vayas en tono efusivo y añade que han logrado cambiar la mentalidad de la gente en varias zonas del país donde se creía que la única manera de arreglar los problemas o defenderse era con el uso armas de fuego, “por ejemplo en cantones de Guayas o de Los Ríos”.
Admite que mucha gente no los entiende. Por eso reconoce que tiene unas 20 denuncias por intimidación y alguna vez estuvo en la cárcel durante 90 días por un conflicto con un fiscal.
Javier Calderón alza la mano, se despide y enciende su motocicleta.
No podemos dejar que la gente siga abandonando el campo, dice Vayas, quien afirma que su experiencia y liderazgo no viene del colegio o la universidad, porque nunca pasó por esas aulas.
“La capacidad de nuestra organización se debe a que tenemos estas tres cosas”, expresa señalando la cabeza, el corazón y la lengua.
Y aunque no es un intelectual ni académico, lleva como bandera un pensamiento que alguna vez leyó del prócer Eugenio Espejo: “Si alguien hace daño a la sociedad, denúncialo, sácalo a la plaza pública y júzgalo”.
__________________
En la fotografía, Mesías Sampedro, agricultor de Púlug (Guano)