“Nuestra lucha solo tiene un objetivo: que nunca más un negro sea tratado así en las Fuerzas Armadas”.
Liliana Méndez, de 49 años, nacida en Ibarra, es una afroecuatoriana esbelta, atlética, de ojos vivaces y perfecta sonrisa.
Ella es la madre de Michael Andrés Arce Méndez, el joven de 20 años que en 2011, luego de graduarse como bachiller en el colegio Mejía, ingresó a la Escuela Superior Militar Eloy Alfaro (Esmil) con el objetivo de convertirse en el primer general afroecuatoriano del ejército nacional.
En la sala de la nítida y ordenada casa de dos pisos en el conjunto residencial Olivares, sector San Camilo, a un costado de la población de Calderón (al norte de Quito), Liliana y Michael conversan sobre la estrategia que aplicarán en el futuro inmediato para seguir su causa.
Las paredes de la casa están pintadas de colores pasteles cálidos y el ambiente tiene plantas y flores, muchas flores, y acuarelas, muchas acuarelas, todas pintadas por Segundo, que cuando llega de su trabajo como distribuidor de productos de una empresa, da un beso a su esposa, abraza a su hijo y se une a ellos para fortalecerlos, para llenarlos de ánimo, para lograr que Michael supere su tristeza.
Vestido con una camiseta de Liga de Quito, un blue jean y zapatos deportivos negros, este joven delgado, de un metro con 80 centímetros de estatura, recuerda detalle por detalle cómo fueron los dos meses que pasó en la Esmil hasta el día en que le pusieron una pesada roca en la mochila y le obligaron a subir una colina.
“Sentía que la espalda se me destrozaba –relata con angustia- y cuando llegué a la cima decidí que debía poner fin a tanta humillación. Era noviembre de 2011. Me frustraron y me robaron el sueño de toda mi vida”.
Liliana mira con ternura a su hijo. Los ojos se le humedecen pero no deja que salgan las lágrimas porque ella es el ejemplo que recibe su hijo para no agachar la cabeza, para no dejar que los hechos se diluyan y no haya sanción ni castigo.
La madre cuenta que Michael fue uno de los cinco mil aspirantes a ingresar a la Esmil. Que después de las pruebas psicológicas, médicas, académicas y físicas solamente quedarían 200. Que gracias a que ella y su esposo se dedicaron intensamente a prepararlo, su hijo logró pasar todos los exámenes. Que la alegría familiar fue intensa cuando el joven se despidió de la casa, ingresó como cadete y no los volvería a ver en tres meses mientras durara el proceso de adaptación.
Pero solo resistió ocho semanas. En ese lapso, el joven asegura que vivió “una terrible presión por parte del teniente F.E”.
El oficial me maltrató psicológicamente, comenta Michael: según el, le puso en contra de su grupo, le ordenaba hacer guardias nocturnas hasta la mañana siguiente sin permitirle dormir lo necesario, le daba un trato distinto a los demás, le hizo subir a un ring para que boxeara simultáneamente contra cuatro cadetes. También obligó a sus compañeras a que lo golpearan. Le daba treinta segundos para que pudiera comer lo que alcanzara, le obligaba a que se arrastrara por el fango desnudo y se quedara así por horas, de pie y sin moverse, le calificaba con cero puntos en cada actividad, le castigaba forzándolo a que restregara las manos en un montón de lastre, lo trataba de “vago” e “inútil” y le gritaba repetidamente que alguien como él no podría llegar a ser oficial del ejército.
Pocos días antes de que le pusieran la roca en la mochila, Michael asegura que el teniente F.E. lo obligó a zambullirse en una piscina helada y que no recuerda nada más. Despertó en la enfermería con hipotermia, asegura.
¿Pudo ocurrir que el joven no tenía “espíritu militar” y que no estaba capacitado para la dura formación que reciben los cadetes? No, replica Liliana: “Michael soñó toda la vida con ser oficial del ejército. Estaba mentalizado en que llegaría a ser el primer general negro en el Ecuador. Entrenó y se capacitó durante meses antes de las pruebas. Era el chico más feliz cuando lo seleccionaron entre los 200 finalistas”.
La madre relata que una noche recibió una llamada de alguien de la Esmil, que no se identificó pero le dijo que fuera a ver a su hijo lo más pronto porque casi estaba muriendo.
Cuando decidieron que Michael se retirara, empezó la lucha de Liliana. Fue a la Defensoría del Pueblo y presentó una demanda.
También reclamó a las autoridades de la Esmil, pero afirma que la respuesta que le dieron fue que no hubo maltrato, que, simplemente, “Arce no resistió” y que, como cualquier otro en su caso, firmó un documento con el pedido de la baja voluntaria.
Durante el careo en enero de 2012, el teniente F.E. negó todas las acusaciones y no aceptó ninguno de los argumentos de Michael. Su versión completa es parte del proceso que, según las leyes, aún no puede difundirse públicamente.
Según Liliana, un alto oficial llegó a decirle que desistiera de su reclamo porque los Arce Méndez debían estar conscientes de algo: “Mire quiénes son ustedes y mire quiénes somos nosotros”.
Michael llora porque, a ratos, no ve una salida a su futuro.
Ahora quiere estudiar Medicina, ha rendido todas las pruebas de preselección y ha obtenido los más altos puntajes, pero su nueva ilusión vuelve a estrellarse contra la realidad: no hay cupos en las universidades estatales y su familia no tiene dinero para pagar sus estudios en una institución privada.
En la Fiscalía General del Estado, que ahora funciona en el edificio tipo fortaleza o búnker donde operaba la embajada de los Estados Unidos en Quito, están las oficinas de la Comisión de la Verdad y Derechos Humanos (DD.HH.).
El doctor Fidel Jaramillo, un joven abogado de 31 años que se formó en universidades estadounidenses, es el director de la comisión, que trabaja con cinco fiscales especializados en DD.HH.
En su oficina de la planta baja, mientras chequea documentos en su laptop, Jaramillo explica que la experiencia de Michael Arce, si se produjera una sentencia en contra de quienes presuntamente dañaron la moral del joven excadete, puede sentar un precedente y volverse un caso paradigmático en el Ecuador.
Se trata de un hecho histórico, enfatiza, porque es la primera vez en el país que se tramita un proceso judicial por el presunto delito de odio y discriminación racial.
Pero, ¿puede establecerse con precisión y exactitud algo tan subjetivo como el odio o la discriminación?
Jaramillo se toma la barbilla y afirma que sí es posible hacerlo. Luego de las investigaciones que ha hecho la comisión, dice, existen todos los elementos para que se concrete la acusación.
En la Esmil, el general Luis Castro Ayala, director de la escuela desde agosto de 2012, se sorprende de que el caso haya adquirido tanta relevancia.
En su despacho, rodeado de dos oficiales, una asistente y la abogada Nancy López, Castro, vestido con uniforme pixelado (camuflaje), detalla algunos nombres de oficiales negros graduados en la Esmil, como por ejemplo el mayor Ramos, los capitanes Luis Atuna, Rubert Navarro y Jaime Vivero, el teniente Artieda y la cadete Carla Carcelén, que cursa el tercer año.
Sentado delante de los tradicionales sables de oficial, de un retrato del general Eloy Alfaro y una réplica de la Virgen del Cisne, el general Castro asegura que jamás se dio un trato racista al excadete Arce.
Defiende al teniente F. E. y asegura que la institución lo respalda no solo porque está convencida de que no hubo discriminación ni odio, sino porque F.E. fue «primera antigüedad» y brigadier mayor, es decir, un oficial con los méritos más altos.
«Aquí nos preparamos para la guerra, para defender la soberanía nacional -enfatiza Castro- y por eso la instrucción militar es rigurosa, disciplinada y fuerte pero, en ningún caso, cruel».
«Los héroes de la patria, como mi general Eloy Alfaro, se forman gracias al esfuerzo, al sacrificio y al renunciamiento», sostiene el general. Para él, quienes acusan a F.E. «no podrán demostrar absolutamente nada, por eso la institución pone las manos al fuego por el teniente».
La doctora López enseña documentos que dice son claves para desmentir las acusaciones. En uno de ellos, escrito a mano y firmado por Michael Arce, se lee que el joven pide la baja voluntaria porque no se siente capaz de seguir en la carrera. «No me adapto a esta vida», pone en el papel con tinta azul.
A las tres de la tarde de hoy, en la Casa de la Justicia de Carcelén, un sector urbano poblado en su mayoría por afroecuatorianos, se realizará la audiencia de formulación de cargos ante el juez sexto de lo penal de Pichincha, Franz Valverde.
“No queremos dinero, no queremos aprovecharnos de nadie, no queremos que mi hijo vuelva a la Esmil. Solo deseamos –insiste Liliana con énfasis, con indignación, con coraje- que en el Ecuador no se vuelva jamás a discriminar por su raza y por su color de piel a ningún Arce, a ningún Méndez, a ningún Chalá, a ningún Quiñónez”.
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Afros celebraron dictamen del juez por presunto delito de odio
El acusado, un teniente del Ejército, permanece en prisión desde ayer (miércoles 3 de julio) y estará recluido por noventa días mientras dure la instrucción fiscal.
“Viva el pueblo afroecuatoriano” gritaron amigos, vecinos y parientes del excadete Michael Arce Méndez cuando el juez sexto de lo penal de Pichincha, Franz Valverde, luego de dos horas de audiencia, ordenó 90 días de prisión para el teniente Fernando Mauricio Encalada Parrales, instructor de la Escuela Militar Superior Eloy Alfaro (Esmil), acusado de cometer, presuntamente, actos de odio racial contra el joven Arce.
Dos momentos simultáneos de dolor y alegría se vivieron tras el anuncio del juez.
La madre de Michael, Liliana Méndez, lloraba emocionada, contenta por el primer paso judicial a favor de su lucha, y abrazaba a todos quienes llegaron a apoyarlos.
Encalada, un orense pequeño, de espaldas anchas, era el único militar que vestía traje de gala. Cuando escuchó al juez y en medio de la confusión de sus abogados militares, en traje camuflaje, dejó escapar unas lágrimas.
Y se conmovió más al escuchar a su esposa, que desde afuera de la sala escuchó el dictamen, gritar que se estaba cometiendo una injusticia contra sus niños y contra su familia.
En la sala permanecían los exfutbolistas afro Iván Hurtado, Agustín Delgado y Ulises de la Cruz, hoy asambleístas de PAIS.
El famoso goleador nacional «Tin» Delgado, hombre de pocas palabras, alto, con traje oscuro, camisa blanca y corbata, dijo que lo que estamos viviendo ahora es, “simplemente, una revolución que está cambiando la manera en que el Estado trata a sus ciudadanos. Eso es lo que quiere el presidente Correa y lo que nos exige el pueblo”.
El “Bam Bam” Hurtado era el más contento pero, a la vez, el más indignado. Buscaba con la mirada al oficial acusado y repetía que ya es hora de decir basta a toda la humillación que sufren los negros en el país.
El exdefensa central de la Tri preguntaba en voz alta:
“¿Qué les hemos hecho a los mestizos y a los blancos? ¿Por qué nos tratan así? ¿Por qué nos devuelven de esa forma nuestra amabilidad, nuestra alegría, nuestra manera de acoger con los brazos abiertos a todos los compatriotas?”.
Del otro lado, los militares que acudieron a apoyar a Encalada seguían desconcertados. Hasta este martes (como relató esta crónica en su primera parte) manifestaban su completa seguridad de que el caso no traería ninguna consecuencia para Encalada y para la Esmil, pues, según ellos, “la parte acusadora no podrá demostrar nada de lo que supuestamente ha ocurrido”.
La cita empezó a las tres y media de la tarde en la sala de audiencias del segundo piso de la Casa de la Justicia en el sector de Ponciano Alto, en Carcelén.
Cientos de personas, la mayoría de raza negra, asistieron a la audiencia de formulación de cargos y escucharon con atención los argumentos que presentó la defensa del teniente Encalada.
El abogado M. Domínguez, un oficial de rostro duro que ni siquiera qiuiso dar su nombre de pila y que mostraba un gesto de frustración, inició su intervención defendiendo a la Esmil, lo cual el juez rechazó al aclarar que la demanda no es institucional sino personal.
De inmediato, Domínguez cambió su estrategia y expuso la manera cómo Encalada suele cuando instruye a los cadetes, según él sin discriminar a nadie y siendo riguroso con todos los estudiantes por igual.
Después le tocó el turno a la abogada Gina de la Torre, una mujer desgarbada pero enérgica, representante de la parte acusadora.
Vestida con el uniforme del personal femenino de la Fiscalía General de la Nación, expuso durante más de treinta minutos las razones para inculpar al oficial en el delito de odio por racismo.
De la Torre fue enfática y radical cuando preguntó a la sala y miró al juez y al grupo de defensores de Encalada: ”Díganme por qué en la historia del Ecuador no ha habido ni hay un solo general negro, un solo coronel negro”.
Ese alegato fue decisivo para la decisión del juez. Afuera, los cientos de afros que apoyaban a Michael aplaudían, se abrazaban, conversaban, prometían que seguirían la causa hasta el final.
Los militares, en cambio, siempre en masa, empezaron a mover los buses y vehículos que habían traído para retirarse, en silencio, desconcertados porque la justicia no falló a su favor.
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Lunes, 10 de julio de 2017
Han pasado cuatro largos años de lucha. La familia Arce Méndez nunca permitió que su ánimo decayera. Amigos y parientes consiguieron abogados expertos en derechos humanos. Los constitucionalistas siempre estuvieron seguros de que la discriminación a Michael Arce Méndez fue un delito de odio.
Por fin, la mañana de este día, las Fuerzas Armadas, en especial la Escuela Militar del Ejército, en Parcayacu (norte de Quito), accede por la presión de la Fiscalía y de los jueces a pedir disculpas públicas a Michael y a su familia por el maltrato que sufriera de parte de un capitán, hoy mayor, que nunca pagó sus culpas.
Pero Michael y su familia, pese a su humildad y a su condición social, rechazaron el acto militar cuando vieron que el Ejército haría la ceremonia de disculpas públicas -como lo ordenan las leyes- en un patio de atrás, quizás, como dijo susurrando un coronel, «para evitar el bochorno a la institución armada en el patio principal» que da hacia la carretera Quito-Mitad del Mundo.
Michael demostró, otra vez, que su dignidad no tiene precio. Y no aceptó que las disculpas públicas se hicieran casi en silencio, casi en el anonimato, casi como si los militares quisieran ocultar que en su organización se cometen todos los días graves delitos contra los derechos humanos, en especial de los cadetes y los más jóvenes.
Ahora los jueces tendrán que exigir que la ceremonia se realice en el patio principal con la presencia de todos los estamentos del Ejército y, por supuesto, del agresor, el capitán Fernando Encalada, el que cree que a estas alturas del siglo XXI aún existe la inquisición.
Las palabras de los afroecuatorianos que asistieron hace cuatro años a la audiencia de la Fiscalía volvieron a brotar en el aire:
“¿Qué les hemos hecho a los mestizos y a los blancos? ¿Por qué nos tratan así? ¿Por qué nos devuelven de esa forma nuestra amabilidad, nuestra alegría, nuestra manera de acoger con los brazos abiertos a todos los compatriotas?”.
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