Criticado por los sectores conservadores por su posición en favor de los pobres, el poder llegó a calificarlo de «cura comunista». Sus 20 años como arzobispo de Cuenca fueron decisivos para reafirmarlo como una autoridad moral del país. Combatió, desde el evangelio, a los gobiernos autoritarios y corruptos que dejaron en escombros al Ecuador.
Rodeados del silencio de Dios y del silencio de ellos mismos, en la casa del Sagrado Corazón viven siete sacerdotes, algunos de ellos muy ancianos.
En el refugio temporal para sacerdotes, donde unos estudian y se forman y otros pasan sus años finales, un cartel da la bienvenida: “La Fe crece y se fortalece creyendo”.
Estamos en La Armenia, cerca de Conocoto, junto al valle de Los Chillos.
La Armenia es una ciudadela que floreció hace más de dos décadas, con viviendas de fachadas elegantes, algunas opulentas, otras hermosamente sencillas.
La casa, de dos pisos, reúne mucha edad, pero, sobre todo, muchos años de sacerdotes plenos de sabiduría y lucidez, sacerdotes que renunciaron a su vida personal para dedicarse al compromiso interminable con Dios y con el amor que Dios demanda para sus fieles.
Abajo, por los jardines, camina el padre Hernán Andrade, de 87 años. Una eminencia jesuita. El sacerdote que construyó la reputación académica de la Pontificia Universidad Católica (PUCE).
Delgado, vestido con camisa blanca y pantalón negro, Andrade, que sufre de sordera, es el jardinero de la casa.
No permite que nadie más siembre, riegue, cuide los árboles, las plantas y las flores.
No deja que nadie toque el agua cristalina de las piletas de piedra en mitad de los jardines.
En el oficio que eligió para sus últimos años está la esencia de su humildad.
Vuelvo a la segunda planta, donde nada se mueve, ni el viento, a pesar de que alguien está trabajando porque este viernes 12 de julio se pone en marcha el ascensor.
Será por primera vez en muchos años, gracias a una donación de un estrictamente anónimo amigo de “el Monse”, como llamaban en Cuenca a monseñor Luis Alberto Luna Tobar todos los que lo querían, lo escuchaban, lo seguían, creían en su auténtico compromiso con los pobres, en especial con los campesinos y los indígenas del austro.
El donante vino a verlo hace poco. Lo vio mal. Se enteró que el Monse no podía pasear por los jardines porque no había manera de que pudiera descender por las escaleras.
El donante secreto decidió entregar una suma de dinero para que un técnico hiciera funcionar el ascensor y Luna pudiera disfrutar de los jardines que cuida su colega y amigo Hernán Andrade.
Y, otra vez, estoy en la segunda planta, a la espera de monseñor Luna. José Eguiguren susurra que Luis Alberto ya no puede caminar solo. Y es cierto. No puede.
Por eso viene hacia acá, despacio, desde el fondo del pasillo, sentado en una silla de ruedas empujada por Hilda, una enfermera esmeraldeña mulata, de 25 años.
Ella no conocía nada de la historia de monseñor antes de llegar, hace un año y medio, a trabajar aquí. Ahora lo sabe bien. Sabe lo que él significa para los ecuatorianos. Lo que él significa para ella misma y para su fortalecimiento en la fe cristiana.
Ahora entiende algo que al principio no entendía: por qué vienen a visitarlo desde muy lejos, por qué esas personas se conforman solo con mirarlo, tocar sus manos, abrazarlo, por qué él mira hacia un punto indefinible, más allá de la puerta, por qué él no las recuerda. Solo las mira e intenta sonreír, sonríe con los poquísimos dientes que le quedan.
Son las cinco y media. La tarde aún está por ahí, iluminando con sutileza una parte del rostro de ese hombre, ahora pequeñito, ahora frágil, ahora perdido bajo los umbrales del alzheimer, ahora con la mano derecha cubriéndose la frente y la mano izquierda, algo caída, buscando un poco de sol.
Tras un recorrido casi interminable, pausado y algo tenso, se acercan el hombre, la enfermera, la silla de ruedas.
Ingresan a la sala de visitas, la sala de ángeles.
Es un espacio absolutamente impecable, sobrio, como si nadie lo ocupara nunca, como si ninguna persona llegara, como si el orden y la limpieza fueran de siempre, sin que nada los alteraran.
Las paredes están cubiertas de fotografías y retratos en óleo y acuarela de los papas Paulo VI, Juan Pablo II, Benedicto XVI. De imágenes del difunto cardenal Pablo Muñoz Vega, fundador de la casa, hace 25 años.
La silla se detiene sobre la alfombra gruesa, de tonos rojos y dorados.
Hilda se acerca al oído derecho de monseñor Luna. Le informa que lo va a trasladar al sofá principal, bajo el retrato de Paulo VI.
Monseñor José Eguiguren, regente de la casa, ayuda a Hilda. De 84 años y con excelentes condiciones físicas e intelectuales, es el puente entre Luna, “el Monse”, y la realidad.
El “alzheimer notable” que sufre Luna no ha logrado oscurecer su liderazgo espiritual, su autoridad moral, su inapagable luz, su profunda inteligencia, su intensa convicción de que lo que eligió cuando era niño fue lo correcto: dedicar la vida a Dios y a los pobres.
Eso lo recuerda con absoluta claridad. Minuto a minuto. Día a día. Monseñor Luna cumplirá 90 años el próximo 15 de diciembre. Pero fechas como estas, y a veces incluso su nombre y apellido, no acuden a su memoria.
España, sí. La España adonde viajó desde Quito cuando tenía 12 años y de la que volvió a los 23. La España de la cruenta guerra civil, donde trabajó como voluntario de la Cruz Roja transportando heridos y consolando a deudos de las víctimas.
Le pregunto de qué lado estaba en aquella guerra, del de los republicanos o de la monarquía. Pregunta absurda porque de un hombre tan especial no se podía esperar otra respuesta. Desde lo más profundo alcanza a responder: “Siempre estuve del lado de los buenos”.
Lo que más extraña, talvez por culpa del alzheimer, es España y es Burgos, donde se ordenó como sacerdote bajo la tutela de los Carmelitas Descalzos.
Extraña La Cartuja de Burgos, las corridas de toros en Sevilla, sus aventuras en las plazas y en las fincas donde tomaba el capote y desafiaba al burel.
Algunos golpes. Algunos roces. Algunos sustos. Como la propia existencia.
“He toreado mil cosas en la vida”, dice y sonríe. Sus palabras y su reflexión se enriquecen de sentidos.
Lo pronuncia y se queda como suspendido en el aire mientras pasa su mano izquierda por el cabello blanco, muy blanco y muy corto. Ya no tiene barba. Ya no tiene el pelo largo.
El hombre de mente brillante, de liderazgo ejemplar, valiente e inclaudicable defensor de la justicia social, el amor y la paz, está vestido de negro: el saco de lana, los pantalones, los calcetines, los zapatos.
Solo la camisa contrasta, con su blancura especial. Y la cruz de madera, pendiente de una delgada cadena de plata.
Ahí está una de sus características: cuando los sacerdotes llegan a ser obispos o arzobispos llevan un crucifijo de oro. Él no. Jamás.
Su cruz de madera es una de las pocas, poquísimas cosas que trajo de Cuenca, cuando se sintió muy enfermo y vino, primero, a un asilo de ancianos particular, dirigido por Cecilia, la esposa del exalcalde de Quito, Rodrigo Paz, y luego a la casa del Sagrado Corazón.
Allá en Cuenca quedaron sus recuerdos, sus cosas, sus libros, los que escribió y los que leyó.
Quedaron, por ejemplo, los libros de San Juan de la Cruz, uno de los autores que marcaron su espiritualidad y su exquisita afición por la poesía.
Pero, en sus momentos de lucidez, no necesita los libros. Conoce de memoria aquellos versos. Los recita. Los canta.
Monseñor Eguiguren considera a Luis Alberto Luna un místico y un profeta. Un hombre sensibilizado con el dolor de los demás. Un sacerdote que tiene escrito su destino.
Cuando muera, al Monse lo enterrarán en Cuenca. Es su deseo y es el deseo de todos quienes escucharon su palabra y recibieron sus bendiciones durante los veinte años que duró su arzobispado, desde 1981 hasta 2001.
Me pongo de pie mientras Hilda le dice al oído: “Monseñor, alcemos los pies un ratito”.
El Monse debe ir a descansar. “Lo que pasa en su interior, solo él y Dios lo saben”, pronuncia José Eguiguren, conmovido.
No quiero irme sin conocer, de labios de monseñor, lo que significó para él la vida en la capital azuaya. Me acerco a la silla de ruedas. Me inclino. Con un gesto me pide que me acerque. Estoy casi de rodillas frente a él.
Me dice, calladito: “Cuenca es la madre de todo mi ser”.
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Fotografía de Carlos Silva
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